Gabriela Cáceres –

Si, como en el famoso relato de Antoine de Saint-Exupéry, alguien nos pidiera “por favor, dibújame un árbol”, ¿cuál sería la imagen que pondríamos en el papel? ¿Un tronco pintado de marrón, con unas ramas y hojas verdes en la parte alta? ¿O un tronco, las ramas, las hojas, la tierra y las raíces? ¿O el tronco, las ramas, las hojas, la tierra, las raíces, la fauna subterránea, los champiñones, los insectos, el aire y los pájaros? ¿O todo eso más el olor de la especie, el ruido de las hojas, los recuerdos de los amores grabados en el tronco y la sensación de tranquilidad que nos procura la presencia de los árboles?

Todas estas son distintas representaciones de la naturaleza que prefiguran la relación con nuestro entorno y nos ubican en un cierto lugar respecto de él. Sabiendo que en la actualidad “se han creado más leyes para cuidar la propiedad intelectual de las empresas o para garantizar las inversiones, que para controlar las actividades que afectan el metabolismo de la naturaleza y conservar los territorios”[1], cabe preguntarse si las herramientas políticas y jurídicas de las que disponemos están a la altura de la magnitud del desastre que hemos provocado. 

La crisis ecológica, una crisis estructural

A pesar de los ingentes esfuerzos de muchos actores públicos y privados para generar la duda en relación a la crisis ambiental[2], ésta es hoy una evidencia objetivamente irrefutable. Aunque en el norte global, ciertos sectores quisieran concentrar la discusión exclusivamente en torno al tema del calentamiento (también llamado ‘cambio climático’ o ‘crisis climática’), éste es sólo uno de los muchos síntomas de un sistema político y económico más amplio. La crisis que vivimos es consecuencia de lo que se ha denominado el “desarrollo” de las sociedades industriales, centrado en la sobreexplotación de los recursos naturales, la sobreproducción de objetos de consumo y la generación de patrones de consumo desproporcionados.

Este modelo depredador se basa en un paradigma antropocéntrico, que le ha concedido al ser humano un lugar preeminente, desmesurado, poniéndolo por encima de los demás seres vivos, rompiendo de esta forma, los vínculos entre sociedades humanas y ecosistemas. La naturaleza ya no es ni norma ni refugio, el ser humano la considera apenas como un recurso a su servicio, en el mejor de los casos, como el “medio ambiente” en el que transcurre su vida. Reducir, entonces, la discusión al cambio climático, permite desviar la atención y eludir el debate sobre la cuestión de fondo: la existencia de paradigmas y cosmovisiones alternativos al modelo hegemónico, y la confrontación de intereses que ello conlleva.

Más allá de este aparente diálogo de sordos, la experiencia de los últimos años muestra un avance sostenido de nuevos conceptos, normas y prácticas que van horadando este modelo unívoco, que ha sido demostradamente ineficaz para la preservación de la vida en el planeta.

Los paradigmas alternativos y su influencia en la conceptualización de los Derechos de la naturaleza

El Sumak Kawsay[3], que se ha traducido como Buen Vivir, es un concepto que nace de las cosmovisiones andinas en América Latina y que propone un horizonte civilizatorio alternativo al capitalismo. Priorizando la vida, el Sumak Kawsay plantea como eje central el vivir en armonía con la naturaleza, considerando al ser humano como parte constitutiva de ésta, uno más, junto a las demás especies vivientes. A imagen y semejanza de los ecosistemas, el Sumak Kawsay busca la convivencia en comunidad y “se alcanza de forma colectiva, complementaria y solidaria, integrando en su realización práctica, entre otras dimensiones, las sociales, las culturales, las políticas, las económicas, las ecológicas y las afectivas” (Ley Marco de la Madre Tierra, 2012, Bolivia).

La aparición del concepto ha venido a contradecir la lógica capitalista, su individualismo inherente, la monetarización de la vida, la desnaturalización del ser humano y la visión de la naturaleza como un objeto. Las discusiones en torno al Buen Vivir han revitalizado las reflexiones y formulaciones de modelos alternativos al desarrollo y, trascendiendo el ámbito estrictamente étnico, han abierto la puerta a perspectivas críticas de nociones en boga, como la de “desarrollo sostenible”. Desde principios de este siglo, la noción de Buen Vivir se ha inscrito en dos Constituciones nacionales (Ecuador y Bolivia), ha alimentado el debate y orientado las demandas en los movimientos sociales, ha concitado la atención académica y ha permeado la diplomacia internacional.

Ecuador, primer país en el mundo en incluir los derechos de la naturaleza en su ordenamiento jurídico, establece en su Constitución que la Naturaleza tiene derecho a su existencia, al mantenimiento, regeneración de sus ciclos biológicos, evolutivos, estructura y funciones, así como a su restauración. La carta política ecuatoriana propone un abordaje intercultural, al incluir la cosmovisión andina y reconocer la Naturaleza como Madre Tierra, una entidad de la que los humanos somos parte indivisible. Según esta cosmovisión, las comunidades humanas, los territorios y la biodiversidad no constituyen dominios separados. Esta idea fue retomada en la ley de la Madre Tierra dictada en Bolivia. De esta forma, estos marcos jurídicos vienen a reparar la fractura entre seres humanos y Naturaleza, permitiendo, al menos en el papel, proteger derechos culturales y territoriales a nivel local, pero también defender los ecosistemas, más allá incluso de las fronteras nacionales.

El Sumak Kawsay y el enfoque “Armonía con la naturaleza” de Naciones Unidas

En el ámbito de Naciones Unidas, el Sumak Kawsay ha sido una de las nociones inspiradoras del enfoque “Armonía con la Naturaleza”, plasmado en una resolución del mismo nombre (2009), a partir de la cual se ha desarrollado una amplia agenda[4]. Recopilando múltiples perspectivas, se ha reafirmado el vínculo inextricable de la Naturaleza con la existencia humana, constatando que la reciprocidad entre ambos ha sido rota por la industrialización y el colonialismo.

Los informes “Armonía con la Naturaleza” constituyen una de las recopilaciones más críticas a la economía neoclásica dentro del sistema de las Naciones Unidas. Cuestionando, por ejemplo, el paradigma del consumismo y la medición del progreso a través del Producto Interno Bruto (PIB)[5], los informes plantean también una crítica directa a la legislación ambiental, señalando cómo el concepto de ‘medio ambiente’ ha desplazado la consideración de la Naturaleza misma, fraccionando la protección de los ecosistemas, dosificando la destrucción permitida e impidiendo el acceso a la justicia. De esta forma, principios como ‘el que contamina, paga’, son considerados ajenos al enfoque y, en cambio, se propone imponer cargas más severas a las empresas e incorporar al mercado el costo del agotamiento de los recursos naturales, los efectos de la contaminación, el cambio climático y la pérdida de la biodiversidad.

En el ámbito legislativo, se recomienda aceptar la Naturaleza como fuente y orientación y crear lo que los informes llaman una “jurisprudencia de la tierra”. Se insta, entre otros, a establecer el deber de proteger la tierra, rectificar la desigualdad en la distribución de la riqueza, apoyar a las organizaciones que promuevan normas protectoras, regular la extracción de recursos para que no exceda la capacidad regenerativa del planeta, considerar el derecho consuetudinario de culturas no occidentales y medir los Objetivos de Desarrollo del Milenio desde una perspectiva centrada en la Tierra. La creación de tribunales especializados y la limitación de los derechos de propiedad y de los empresariales, forman también parte del arsenal de medidas sugeridas.

Por último, los informes invitan a promover “ciudadanos ecológicos”, superando la mera sensibilización y concentrando los esfuerzos en cambios reales en los valores y comportamientos. La creación de un nuevo tipo de gobernanza aparece como un elemento fundamental, de manera que las decisiones ambientales incluyan realmente a todos los interesados, en un modelo “de abajo a arriba”, garantizando el acceso a la información y la influencia real en las decisiones y relevando el rol de las culturas indígenas en la participación ciudadana.

La Encíclica Laudato si’ y el Sumak Kawsay

La publicación en 2015 de la encíclica papal Laudato si’ [6] provocó un profundo impacto que trascendió a la comunidad católica, debido a la contundencia de su diagnóstico y la pertinencia de su interpelación. En dicho documento, el Papa hizo un “llamado urgente a cuidar la casa común” y presentó un contenido muy cercano al de los informes de Armonía con la Naturaleza. Junto con describir las grandes problemáticas ambientales y sociales de nuestro tiempo, el documento denuncia el antropocentrismo y el paradigma tecnocrático, la aplicación de políticas equivocadas[7] basadas en la tecnología o la autorregulación, así como la adopción de una ecología superficial.

Al igual que el enfoque de Naciones Unidas, la Encíclica recoge, entre otros, el principio de interconexión (“el ambiente humano y el natural se degradan juntos”); el de responsabilidad común, pero diferenciada («los países que se han beneficiado por un alto grado de industrialización, a costa de una enorme emisión de gases invernaderos, tienen mayor responsabilidad en aportar a la solución de los problemas que han causado»); el del valor intrínseco de los seres vivos; y el de la participación social. Junto con ello, el Papa destaca la importancia de la diversidad de las culturas humanas para mantener la salud de los ecosistemas e insiste en la atención que se debe a las culturas locales y a la participación de los actores sociales en el desarrollo de lo que llama ecología cultural.[8]

En ambos discursos públicos se aboga, así, por una extensión profunda del concepto de ciudadanía, una ampliación que supere la dualidad entre sociedad y Naturaleza[9].

Los derechos de la Naturaleza: un salto histórico

Mirados a la luz de la historia, los derechos humanos han ido avanzando desde la afirmación de la libertad individual a la de la igualdad, y de ésta a la solidaridad y los derechos colectivos. En este camino, los derechos de la Naturaleza representan un paso adicional que va de la solidaridad a la armonía.

El reconocimiento de las libertades individuales fue la respuesta normativa a la Segunda Guerra Mundial y al horror que el poder de los Estados había provocado. Aunque la Declaración de Derechos Humanos no es un documento vinculante, siete décadas después constatamos que sus principios son aceptados como un referente mínimo y se han convertido en “costumbre” internacional. A fines de la década de los 60, en medio de las tensiones Este-Oeste de la segunda mitad del siglo XX, el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales puso en el papel reivindicaciones como el derecho a la alimentación, a la vivienda adecuada, a la educación, a la salud, a la seguridad social, a la participación en la vida cultural, al agua y el saneamiento, así como al trabajo. Los llamados “derechos de tercera generación” surgen a partir de los años 70, marcados por las tensiones Norte-Sur, y reconocen derechos colectivos, como el derecho a la paz, a la autodeterminación, al desarrollo y al medio ambiente. Respirar aire puro y disponer de alimentos no contaminados serán, a partir de 1992, considerados como derechos humanos. Fueron necesarias innumerables catástrofes sociales y ecológicas para llegar a este reconocimiento.

En este recorrido, la inclusión de los Derechos de la Naturaleza en la Constitución del Ecuador (2008) constituye un salto importante para pasar de la solidaridad a la armonía.

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Tal como lo detalla Diana Murcia[10], la experiencia en este ámbito no se reduce a los países latinoamericanos. En Estados Unidos, desde 2006, más de 40 ordenanzas municipales han otorgado el estatus de “persona” a distintos ecosistemas. Es el caso de las ordenanzas de Tamaqua (Pennsylvania), Halifax (Virginia), Mountain Lake Park (Maryland), Santa Mónica (California), Mora County (Nuevo México), entre otras. En Nueva Zelanda, el parque Te Urewera fue reconocido como una entidad legal en 2014, corroborando su valor intrínseco y su importancia para la cultura. En el mismo país, una ley de 2017 reconoció al río Whanganui como un ser vivo indivisible, investido de derechos, poderes y deberes. Por su parte, en Colombia, la Corte Constitucional reconoció en 2016 al río Atrato como una entidad sujeto de derechos y lo mismo hizo la Corte Suprema con la Amazonía colombiana, al dar razón, en 2018, a veinticinco niños y jóvenes que solicitaban la protección de sus derechos como generación futura. En 2015, la Corte de Uttarakhand, en la India, declaró la condición de entidades vivientes de dos ríos y los glaciares de los que nacen. Dos años más tarde, el Parlamento de Victoria, en Australia, adoptó una ley para proteger el río Yarra como una entidad natural viva e integrada con el patrimonio cultural de la comunidad. Por su parte, la Asamblea Constituyente en Chile, ha integrado los derechos de la Naturaleza a la Constitución que será sometida a referéndum a fines de 2022.

Las leyes no bastan

Sin embargo, diversas agendas internacionales, las Constituciones nacionales, numerosas sentencias judiciales y múltiples ordenanzas locales no han sido suficientes para frenar el proceso de degradación de las condiciones de la vida en el planeta. Los documentos políticos que han abierto el camino en Ecuador y Bolivia, han servido más para inflar discursos diplomáticos que para proteger realmente los socio-ecosistemas. Por muy bueno que sea cualquier principio, criterio, norma o institución, si está instalado en una lógica de dominación, inevitablemente operará como un dispositivo más de ésta.

Para poder funcionar como verdaderas herramientas de cambio, las normas deben tener una raíz social sólida y estar acompañadas de una voluntad política que permita la creación de una nueva cultura jurídica. Es indispensable, también, que haya una ciudadanía activa y organizada, capaz de monitorear e interpelar a la clase política, integrando, entre otros, la perspectiva intergeneracional. Es necesario que se construyan dinámicas y se abran espacios de participación amplios e incluyentes, que vayan más allá de la representación tradicional de voces del primer mundo, expertos y representantes de los Estados, e integren la palabra (crítica y resistente) de pueblos, comunidades y organizaciones sociales. Es preciso que las normas consideren nuevas formas de gobernanza y de gestión de los recursos y bienes naturales. Es crucial dejar de eludir la discusión política y reconocer las tensiones causadas por el desequilibrio de poderes entre empresas, Estados y comunidades. Es fundamental resituar el debate ecológico y denunciar la captura, banalización o perversión de conceptos que se plasman en discursos ‘a la moda’, como el de desarrollo sostenible, y que ocultan las dinámicas de abuso y tienden a recluir los paradigmas alternativos al espacio de la utopía y el pensamiento simbólico.

El tránsito de Naturaleza-objeto a Naturaleza-sujeto ha comenzado. Está vivo en las percepciones de los pueblos indígenas, ha sido recogido por distintos juristas, ha salpicado los escenarios internacionales y ha permeado los espacios institucionales. La Naturaleza reclama un nuevo rostro.

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Pies de página:

[1] A. Maldonado y E. Martínez “Los derechos humanos y las leyes de la naturaleza” en Esperanza Martínez y Adolfo Maldonado (ed), “Una década con Derechos de la Naturaleza”, serie La Naturaleza con derechos, editorial Abya Yala, 2019.

[2] Entre 2000 y 2003, Exxon Mobil gastó cerca de 9 millones de dólares para impugnar que el calentamiento global fuese un hecho. En Maldonado, A., “Un indicador para el Sumak Kawsay”, Clínica Ambiental, 2013, p.15

[3] Este concepto será tratado con mayor profundidad en una edición especial del Brennpunkt que aparecerá en el último trimestre de 2022.

[4] Más información en http://harmonywithnatureun.org/.

[5] Murcia, Diana, “Estudio de la cuestión en los ámbitos normativo y jurisprudencial”, en Esperanza Martínez y Adolfo Maldonado (ed), op.cit.

[6] https://www.vatican.va/content/francesco/fr/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html

[7] Como la compraventa de bonos de carbono, que parece ser una solución rápida y fácil, pero que puede convertirse en un “recurso diversivo que permita sostener el sobreconsumo de algunos países y sectores”. Párrafo 171.

[8] “Las soluciones meramente técnicas corren el riesgo de atender a síntomas que no responden a las problemáticas más profundas. Hace falta incorporar la perspectiva de los derechos de los pueblos y las culturas, y así entender que el desarrollo de un grupo social supone un proceso histórico dentro de un contexto cultural y requiere del continuado protagonismo de los actores sociales locales desde su propia cultura.” Párrafo 144.

[9] A este respecto, ver el trabajo de Philippe Descola y su libro “Par-delà nature et culture” (2005). Algunos elementos aparecen explicados en https://youtu.be/dDQwScLs6ho.

[10] Murcia, Diana, op.cit.