Gustavo Hernández[1] – Aunque las recientes protestas en el Perú fueron desencadenadas coyunturalmente por la declaratoria de vacancia de la presidencia por “incapacidad moral” del entonces Presidente de la República Martín Vizcarra, una serie de aspectos estructurales referidos a valores democráticos pueden darnos luces para entender el actual momento, signado -entre otros- por movilizaciones y protestas similares ocurridas en América Latina y un posible “impeachment” en los próximos días al saliente presidente de los Estados Unidos, Donald Trump.
Protagonismo juvenil
Empecemos por el rápido recuento de los álgidos acontecimientos tal cual sucedieron en el Perú el pasado noviembre, para brindar al final una clave de interpretación general de los hechos ocurridos.
Las protestas del Perú comenzaron el 9 de noviembre de 2020 en varias ciudades del país, con la expresión pública de indignación de un gran sector de la población por la vacancia al presidente Vizcarra. Los protestantes salieron a las calles para rechazar la asunción al cargo presidencial – un acto legislativo inconstitucional para algunos- por parte del presidente del Congreso de la República, Manuel Merino. Los protestantes, entre ellos la denominada “Generación del Bicentenario” -en alusión al bicentenario de la independencia del país que se conmemora en julio de 2021- se manifestaron bajo las consignas «Merino no me representa», «Merino no es mi presidente», entre otras. Casi exactamente un año antes, sendas protestas estallaban en Colombia y otras acaecían en Chile y Bolivia.
Se trató, en el caso peruano, de un movimiento mayoritariamente juvenil, que expresó en su protesta el rechazo generalizado por el “establishment” político. A esta generación se le consideraba una generación apolítica y hasta “individualista”. No obstante, esta generación fue protagonista de la caída de Manuel Merino como Presidente de la República y la exigencia del cambio de la Constitución Política heredada del régimen de Alberto Fujimori (1990 – 2000). Aunque se trata de un movimiento social muy fragmentado, heterogéneo y disperso, en menos de una semana derrocó a un gobierno y replegó a un segmento de la clase política que, con un golpe parlamentario, lo puso en el poder.
Algunos analistas ven en estas movilizaciones elementos en común con el “estallido social” ocurrido en Chile hacia finales del 2019. Para otros analistas los sucesos en Perú son más bien parecidos a lo acontecido en Argentina, con las protestas que levantaron la consigna ‘Que se vayan todos’ en 2001[2]. Lo cierto es que, en el caso peruano, esta ha sido una de las campañas de protestas más grande en la historia moderna. Se registraron diversas manifestaciones y detenciones en regiones y ciudades a lo largo del país que dieron como saldo 2 muertos y 210 heridos. Si bien la demanda de cambiar la Constitución heredada de la dictadura de Alberto Fujimori puede aparecer como el clímax de la protesta, hay mucha diversidad en la misma, una agenda variada, con grupos diversos y una narrativa aun difusa.
¿Qué es lo peculiar de esta protesta en el Perú del 2020?
Es importante comenzar anotando que la protesta social es y ha sido un fenómeno recurrente en la historia peruana. De acuerdo a la Defensoría del Pueblo, solo entre 2008 y 2018 se registraron más de 11.600 protestas en todo el país. El 23% de estas involucraron, por lo menos, un acto de violencia. En este caso coyuntural, como en tantas otras manifestaciones, la frustración con la ineficacia de los canales institucionales para procesar las demandas volcó a decenas de miles de peruanos a reclamar la disolución del régimen de gobierno de facto. Tres aspectos, operando como válvulas de escape, habían impedido que la situación generalizada de desafección con el sistema político estallara años antes.
En primer lugar, el alto nivel de informalidad laboral en el Perú (75.2%) funciona como un “descompresor” de la protesta, debido a la casi inexistente oferta de beneficios por parte del Estado (la gran mayoría de los trabajadores informales vive con lo justo). La segunda válvula de escape fue la lucha contra la corrupción enarbolada desde el propio Ejecutivo, que hizo que la desafección ciudadana por los numerosos escándalos de corrupción se enfocara más en la clase política y en el gobierno de facto y no necesariamente en el Estado. Y finalmente, el derrocado gobierno de Martin Vizcarra, a diferencia de otros mandatarios en la región y debido a la inexistencia de una fuerza política suya en el Congreso, había estado apelando constantemente a la sintonía con las demandas “de la calle”.
La protesta callejera tradicionalmente ha funcionado en el Perú a través de precarias e incipientes organizaciones de la Sociedad Civil a nivel local, que son funcionales para los miles de limitadas protestas locales. Son escasas las plataformas regionales, y más aún las nacionales, que puedan sostenerse prolongadamente y de manera estructurada, como sí ha ocurrido en Chile. Una de las plataformas más importantes fue la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, que sirvió antaño para convocar a marchas principalmente contra el fujimorismo y la corrupción a inicios del presente siglo. A la debilidad de la Sociedad Civil y la ineficacia de los canales institucionales para canalizar y sostener las demandas sociales se sumó en el 2020 la crisis sanitaria del COVID-19. Todas las contradicciones de la precaria estabilidad política de antaño terminaron explotando.
El ansiado “milagro” económico y político
A la crisis sanitaria se sumó una brutal crisis económica y la profundización de las desigualdades sociales. Perú rompe récords en la tasa de mortalidad, mientras se anuncia que el PBI caería más del 12 por ciento en el 2020. En medio de la desgracia nacional, aparecen congresistas que propusieron medidas económicas que, si bien plantean propuestas que se explican por las marcadas desigualdades, amenazaban con profundizar aún más la crisis. En lugar de optar por un pacto común durante la contingencia, muchas autoridades se asemejaron más a mercenarios con lealtades fluidas y movidos por intereses subalternos. Al usurpador presidente Merino le bastaron solo los votos de 5,000 personas para ser elegido congresista, y los de 105 de sus colegas -68 de ellos investigados por diferentes delitos─ para vacar al presidente en funciones.
La política peruana y en particular la del Congreso se había convertido entonces en una verdadera “bomba de tiempo”. El primer ingrediente fue un sistema de partidos débil y fragmentado que alentaba a los políticos a cambiar las alianzas para adaptarse a sus intereses, en lugar de seguir orientaciones ideológicas. El segundo fue la falta de límites estrictos en la financiación de las campañas, lo que permitía a las empresas verter dinero en los candidatos y comprar influencia. Y finalmente, un referéndum en 2018, aprobado por los votantes, que limitó el servicio en el Congreso a un solo período, impactando negativamente en la calidad del quehacer parlamentario. Estos elementos, sumados a un conjunto de políticas estatales erróneas durante décadas, abonaron el terreno a la crisis política actual. Todo esto, pese a que al término del mandato presidencial de Alberto Fujimori (2000) hubo un ambiente nacional e internacional mucho más “prodemocrático” y los gobiernos peruanos coexistieron con el boom internacional del precio de las materias primas. El Perú creció económicamente, continuó el modelo económico de los 90s y eso dio cierta estabilidad a los gobernantes. Se abrazó la idea del “milagro económico” peruano -de crecimiento, pero no de desarrollo sostenible- y también la del “milagro político” ─ el experimento de una democracia peruana sin partidos. Pero fue un simple espejismo.
Un sistema “sin partidos políticos” ni grupos de interés
En su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo publicada de manera póstuma en 1971, el antropólogo peruano José María Arguedas alude al escenario social como un verdadero “hervidero” en el que conviven distintos actores, espacio en que imperialismo, capitalismo nacional y cultura andina se entremezclan, y que se retrata como una cadena de transacciones sexuales. Esta novela puede leerse como un recuento de las dificultades implícitas en la construcción de un macro “cuerpo político” que dé sentido a sus integrantes. Arguedas plantea de manera particular las dificultades que tiene el Estado-nación (mono-cultural, monolingüe) para articular una comunidad (plural) con sentido. Como consecuencia de esta incapacidad, las partes o elementos sociales llamados a constituir el “orden político” en el Perú operan dentro de los límites impuestos por la muerte, la agresión, la desconfianza y la violencia
La alegoría del horno o “hervidero” expresa adecuadamente la realidad hirviente del Perú de nuestros días. La imposibilidad de formación de “grupos de interés” o “partidos políticos” se constituye en uno de sus elementos centrales, en la medida que no existe o no se ha construido un espacio para el mínimo consenso sobre las reglas del juego político. En otras palabras, sin medios efectivos para articular sus intereses, los “ciudadanos” experimentan una total pérdida de confianza en la esfera pública, al tiempo que las formas tradicionales de asociación han visto cómo su rol ha perdido también su relevancia. El proyecto de un Estado proveedor para los (nuevos) actores carece de sentido.
¿Una verdadera puerta hacia el futuro?
Sólo en el periodo 2016-20 el Perú fue testigo de cinco intentos de destitución del presidente, un intento exitoso de disolución del Congreso y cuatro presidentes de la República. Por primera vez en dos décadas, se había elegido a un presidente y un Congreso en el que la oposición era tan abrumadora que terminó desestabilizando por completo al gobierno de turno, al punto de forzar su renuncia a partir de supuestos actos de corrupción. Se rompió entonces el escudo legislativo de los gobernantes y todas las contradicciones de la precaria estabilidad terminaron explotando. Sucedieron los mecanismos extremos, de vacancia, renuncia del presidente, disolución del Congreso y la protesta social. He ahí la clave coyuntural de la ruptura del efímero orden democrático.
Pero las protestas de hoy nos traen a colación los espejismos, los fantasmas del pasado. En una perspectiva estructural, nos hacen pensar sobre aquel experimento de un proyecto de democracia peruana sin “grupos de interés” y sin partidos políticos. Nos hacen reflexionar, además, sobre aquella generación ─ la denominada “Generación del Bicentenario” ─ que ha enarbolado una narrativa que ayudó a generar una identidad anclada en valores democráticos. Finalmente, la protesta social peruana del 2020 nos hace pensar también en el desmoronamiento de un orden anterior y en la manera en que la nueva comunidad ha de ser construida, como resultado de la comunicación y el reconocimiento que los actores (y generaciones) puedan llegan a adquirir en una nueva coexistencia.
[1] Antropólogo, PhD en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Texas en Austin. Se ha desempeñado en Bruselas como Coordinador de la de la Asociación Latinoamericana de Organizaciones de Promoción al Desarrollo (ALOP). Este articulo se ha beneficiado de los comentarios de Héctor Cusman.
[2] La crisis política de 2001 señala las debilidades estructurales de la representación pública en Argentina. La alianza política que llegó al poder en 1999 muestra el deseo de cambio de los votantes, pero su fracaso marca un nuevo grado de debilitamiento del Estado y de descrédito de las políticas resumidas en la frase “Que se vayan todos”.