Rocío Silva Santisteban – Sobre el suicidio de Alan García, una auto-sentencia de muerte y la desconfianza de los peruanos ante la corrupción de los presidentes del Perú.
Ese día me levanté a las cinco de la mañana para preparar mi clase. A las 6:20 am decidí hacer un alto, tomar café y escuchar las noticias. Los canales de televisión a esa hora, en tiempo real, informaban sobre la diligencia de un fiscal para detener a Alan García Pérez, el dos veces presidente del Perú (1985-1990 y 2006-2011). No dudé en twittear el suceso: por fin se haría justicia. Los peruanos y peruanas a esas alturas del año 2019 sabíamos que las declaraciones del 23 de abril en Curitiba de Jorge Simoes Barata, el gerente de Oderbrecht en el Perú, admitiendo que le había dado tres millones de dólares a dos testaferros de Alan García, eran altamente probables. Esa entrega de dinero era un soborno para tener carta abierta en la construcción de varias obras y megaproyectos como la Carretera Interoceánica: hoy un elefante blanco por la cual solo pasan los camiones transportando oro obtenido de la minería informal que devasta la Amazonía.
Esa mañana, entre whatsapps de amigos madrugadores y mi segundo café, escuché en la televisión una palabra totalmente fuera de contexto: Hospital de Emergencias. ¿Qué pasa?, ¿acaso Alan García no está camino a la prefectura para ser interrogado? Una noticia como un rumor que apenas entendían los presentadores de noticieros rondaba a esa hora: Alan García había llegado al hospital porque, aparentemente, se había disparado “en el cuello”. Otra periodista escuetamente envió un tweet: “al parecer Alan García se ha disparado intentando suicidarse”. A las 10:30 am, mientras dictaba mi clase de Introducción a la Teoría Literaria, una joven estudiante levanta la mano: “profesora, esto no tiene nada que ver con la clase, pero acaban de informar que Alan García ha muerto”. El desconcierto de mis alumnos y el mío propio inundaron todo el ambiente. Suspendí la clase.
La vida vale tan poco en el Perú
Un asesinato como el de Ezequiel Nolasco, dirigente de construcción civil de la Región Ancash y uno de los que denunció por corrupción al presidente del gobierno regional, costó 500 soles (150 euros) según informaron los sicarios a la Policía Nacional. A veces una vida solo vale los 5 soles que cuesta una bala. La muerte es de una cotidianidad banal que no escandaliza a los peruanos. Excepto se trate del suicidio del ex presidente de la república más arrogante de toda la historia del Perú.
Alan García Pérez se descerrajó una bala en la sien y una gran cantidad de peruanos, gente sencilla pero también actrices de televisión o ingenieros químicos, exigieron ver el cadáver, ¡que abran el ataúd, que exhiban el certificado de defunción, que conste! Esa increíble desconfianza ante una decisión sorprendente es desconcertante. ¿Por qué algunos peruanos prefieren inventar una historia inverosímil —“Alan sigue vivo, se ha escapado, todo es una farsa”— y negar la rotunda realidad? Mi hipótesis es que la muerte de Alan García nos deja ante la impunidad absoluta de un político sobre el cual caían todas las sospechas y que, como dicen los alemanes, “fue lavado con todas las aguas”. Vivimos en un país de crisis de presidentes debido a la corrupción: si todos los ex presidentes desde 1985 a 2018 excepto uno —Valentín Paniagua— están procesados por corrupción, la sospecha es peor que la confirmación del delito porque nos mantiene en zozobra. Y no solo eso: a muchos peruanos y peruanas nos molestaba profundamente su mendacidad y su soberbia, la forma cómo, algunos días antes, ante las cámaras de decenas de periodistas que le preguntaban por los testaferros, había contestado “demuéstrenlo pues, imbéciles” (sic). Eso nos lo había dicho a todos nosotros los conciudadanos que lo convirtieron dos veces en presidente del Perú.
La ejecución extrajudicial de 149 prisioneros rendidos en la cárcel de El Frontón en 1986; la matanza de campesinos por militares en el poblado de Accomarca en 1985; el enfrentamiento entre policías e indígenas amazónicos en la Curva del Diablo (el llamado “baguazo” de 2009); los sospechosos indultos a cinco mil narcotraficantes y presos comunes firmados por García entre el 2007-2009; el famoso discurso del perro del hortelano en el que García afirmó que los indígenas no eran ciudadanos de primera categoría; los 89 muertos en conflictos sociales durante su segundo gobierno; la sonrisa cachacienta, toda esa mole de pergaminos antidemocráticos, se hizo añicos ante la Colt 357 MAG. Y García nos arrojó su cadáver con una carta que busca, ansiosamente, aspirar a ser parte de la Historia del Perú (con mayúsculas).
De forma extraña pero se hizo justicia
Muchos peruanos querían que se haga justicia. Y se ha hecho justicia: un suicidio podría ser un acto de dignidad pero, ¿acaso este lo es? Para mí es una sanción de pena de muerte ejecutada por la misma mano del auto-sentenciado. Ni siquiera un dos veces presidente debió reírse de la muerte porque la muerte es sagrada. “Yo no me río de la muerte” escribió el poeta peruano Javier Heraud asesinado por una bala dum-dum a los 21 años.
El cadáver del enemigo es motivo de escarnio en todas las guerras; el cadáver de un presidente del Perú que se va de esa manera puede crear las condiciones para ahondar la crisis política. De alguna manera también es una metáfora de la política peruana: no habrá resurrección pero sí vidas nuevas con propósitos diferentes que puedan entregarse al servicio que es, básicamente, la función pública.
Esta crisis de los “presidentes del Perú” debe permitirnos a los peruanos y peruanas aspirar a un nuevo estilo de liderazgo no-caudillista del que estamos acostumbrados. Un liderazgo que nos permita desde abajo exigir probidad y desde la jerarquía de las responsabilidades enfatizar el rol de servicio. Ser presidente del Perú permite que ese ciudadano o ciudadana pase a la historia, el asunto es ¿de qué manera? La honestidad debería ser un requisito sine qua non pero… ¡nos han engañado tanto!